Capitulo 2: El contexto del arquitecto

Entender el contexto en el que viven y se desarrollan los arquitectos ayuda a entender sus obras. Su carácter, sus sueños, moldean sus búsquedas espirituales más profundas que conducen a adoptar posiciones particulares sobre el sentido de la vida, la técnica y el arte. La vivencia de un diseñador impregna los planteamientos de su obra. Por esa razón es un buen ejercicio para un estudiante de arquitectura reflexionar sobre las razones detrás de su vocación, qué espera encontrar al final de su camino. Se dice que los grandes arquitectos lo fueron en la medida en que supieron recuperar su niñez, cuando la creatividad es desbordante y el universo entero se abre para ser descubierto.

La infancia de Antonio Murillo Luque transcurrió llena de desafíos. Nacido en un pequeño pueblo cordobés (Matorrales), y migrado desde pequeño a la capital de la provincia, Antonio sufrió la pérdida de su madre, un frío invierno de 1930, con apenas 11 años. Pero la tragedia no pudo más que el ejemplo de su padre, quien otrora fuera un sacerdote católico Romano emigrado de España, a la Argentina, o más precisamente a Villa del Rosario, (Córdoba). Allí, enfrentaría un examen de conciencia al que pocos hombres resultan sometidos: Elegir seguir perteneciendo a una de las instituciones más poderosas de su época, o dejar los hábitos buscando la verdad profunda del ser humano sin privilegios de clase. Ser el “padre” de otros hombres en el seno del poderoso clero, significaba una carga moral difícil de llevar para su padre Antonio. El hallazgo de las verdades escriturales contradiciendo las prácticas de la iglesia lo llevó a dejar los hábitos y dedicarse en soledad a buscar a Dios, primero, y a acompañar a otros hombres, después, no ya como padre sino como hermano.

Esta causa heredada de su padre fue desde muy temprano una inspiración y al mismo tiempo un desafío permanente. Siempre supo que, si su padre no hubiese elegido dejar la iglesia, él nunca habría venido al mundo, o lo que habría sido aún peor: habría venido sin su reconocimiento. El reemplazo del hábito sacerdotal por el uniforme de obrero de su padre, y la pérdida de una vida acomodada de su madre, portadora de un apellido ilustre que siempre lo motivó a portar orgullosamente sus dos apellidos, no fue fácil para su familia que vivió rodeada de vicisitudes, hostilidades y penurias económicas. La mirada en el futuro y el más allá sería siempre la dirección superadora de los desafíos del presente. La temprana muerte de su madre moldearía su carácter y su sensibilidad artística proclive a descubrir en las hostilidades de la vida, los medios para percibir el más allá. Esa percepción estaría presente en sus obras más tempranas y se iría puliendo en estrategias proyectuales y símbolos más elaborados en sus trabajos posteriores.

Pero, aunque difícil, nada de esto impidió que Antonio gozara, junto a sus hermanas, de una infancia feliz, llena de sueños, juegos y desafíos. Hubiese querido ser muchas cosas: Soldado o quizás abogado, para hacer justicia en el mundo. Ya más grande, hubiese querido ser político, y con la fuerza de sus palabras conducir a sus compatriotas por senderos de justicia y equidad. Pero lo que más le atraía en su temprana juventud era la idea de ser director de orquesta, ese excéntrico y genial personaje que ante el estupor de una audiencia en éxtasis guía con su poderosa batuta un ejército apasionado de músicos que, atentos a sus movimientos se internan por los senderos de sus propios arpegios. Aquel ser maravilloso era quien sintetizaba como nadie los sentimientos que pugnaban en su alma: La mística que lo elevaba hacia Dios, heredada sin duda de su padre; y el romanticismo de su madre, quien no dudaría en adoptar una vida dura de sacrificio a cambio de seguir al hombre que amaba y los ideales de sencillez y honestidad que con él compartía.

Siempre lo apasionó la música como medio para construir catedrales y monumentos majestuosos en el aire a partir de sonidos; la precisión científica con la que fluyen de cada instrumento arpegios que crean nuevos mundos. Esos sonidos, parecen arrebatados de otras realidades a los que solo se puede acceder cuando aparece algún genio que los hace descender a la tierra, compartiendo con otros mortales las revelaciones superiores plasmados en una simple, pero poderosa e inmortal partitura. Estos arpegios, percibidos como mensajes espirituales fueron la fuente original de su vocación artística.

Hubiese sido un gran músico, pero su condición social le hubiese demandado una formación desde muy temprano, que la muerte de su madre y la pasión de su padre por volver a las verdades originales impedían disponer de los medios necesarios para ello. Pero esta imposibilidad nunca le produjo frustración. Al contrario, el no poder ser músico profesional, no impediría gozar de arrancar de cualquier instrumento que cayese en sus manos una melodía inédita y reveladora, para alegría y goce de quienes ocasionalmente le rodeaban, especialmente sus hermanas y padres que veían esta habilidad innata en Antonio como un don celestial. Esta fue una virtud que lo acompaño toda su vida, extasiando a quienes le rodearan en su juventud, como así también en su vejez. Desde sus primeros “conciertos” en la iglesia que funcionaba en su casa en la ciudad de Córdoba, al Hogar San José, en el partido de San Martín, provincia de Buenos Aires, donde cada sábado extrae de un piano desvencijado por el paso del tiempo, melodías de esperanza que emocionan aún a aquellos ancianos curtidos en el oficio del sufrimiento. La música, como la arquitectura, fueron siempre poderosos medios de expresión en sus manos. La música, efímera y transitoria, la arquitectura más sólida y permanente, ambas fueron senderos para explorar nuevos caminos de ciencia y de arte.

Su padre, comprometido con la fe de los primeros cristianos inculcó en Antonio la sobriedad, la sencillez y el estoicismo. Le había enseñado que el Imperio Romano que perseguía y conducía a la muerte a los primeros cristianos no había podido prevalecer a su humildad. Y cuando fue políticamente conveniente por la abrumadora cantidad de personas convertidas, y se adoptó el cristianismo como religión oficial del Estado, transformó un culto sencillo pero lleno de contenido, en una práctica jerárquica, ornamentada y misteriosa, cuyo objetivo último consistía más en legitimar el poder de los emperadores que guiar a los hombres en su búsqueda individual de Dios. Así, sus catacumbas originales, donde practicaban su adoración a Dios y su amor aun por sus enemigos, devinieron en iglesias ricamente ornamentadas, y santos idolatrados tallados en mármol. La herencia familiar lo había inducido a reflexionar sobre la importancia de diferenciar entre el equívoco de la “religión” inventada por el hombre, a diferencia de la perfección y consistencia del mensaje contenido en la Biblia, revelación de Dios para todos aquellos con mentes  abiertas, independientemente de sus razas o condición social. Estas verdades calaban profundo en Antonio, quien empezaba a entender porque las iglesias habían perdido su sentido original de espacios de congregación de fieles para transformarse en expresión de un poder terrenal, más próximo a reyes y poderosos que a los mendigos que frecuentaba el Señor Jesucristo.

Su padre había abierto una iglesia en su propia casa, donde una comunidad de creyentes se reunía casi diariamente. En la fachada de la casa, ciertamente despojada de ornamentos solo se podía leer una sentencia bíblica: “Dios es Amor”. El cartel era suficientemente grande como para ser visto y asustar a los transeúntes que pasaban, quienes por temor a las tradiciones en las que habían crecido, solían cruzarse a la vereda de enfrente para evitar pasar por la puerta del edificio. Las habladurías populares decían que en aquel “local”, como se les llamaba a las iglesias no católicas en aquella época, se cometía todo tipo de herejías, tales como leer y más aún, interpretar la Biblia sin intermediarios. Aquella herejía que surgiera en tiempos de Martín Lutero había desembarcado también en la joven República Argentina, para espanto de algunos, muy conservadores y apegados a las tradiciones, y deleite de otros, más rebeldes. Siempre su padre se resistió a llamar el edificio de su casa “iglesia” o mucho menos “templo”, sencillamente porque la verdadera iglesia es la congregación de los hermanos, y no el edificio. Así que como el edificio no importaba mucho, y, de hecho, más allá del cartel, no comunicaba nada en especial, sino solamente que allí se celebraban reuniones a las que cualquier persona interesada podía participar. Su casa, donde funcionaba una iglesia, tenía ventanas muy pequeñas por donde difícilmente alguien desde afuera podía ver nada de lo que ocurría adentro. Esta situación, ciertamente común en aquellos “locales” de esa época impresionaría mucho a Antonio, quien en sus primeras oportunidades de proyectar iglesias revertiría esta situación introduciendo cambios radicales en su diseño, procurando edificios más transparentes y abiertos dejando ver claramente su interior.  

Esta búsqueda de transparencia, contrapuesto ciertamente a la oscuridad y “misterio” propio de la iglesia romana, fue uno de los primeros rasgos estilísticos a los que se abocara a desarrollar con pasión. Asimismo, también trabajaría la estética de los volúmenes que reemplazaría la carga ornamental, frecuente en los edificios de su época, por volúmenes lisos y sobrios.

Su madre, ocupada en la crianza de los tres niños, preocupada por las bajas temperaturas invernales, le daba a Antonio un guante abrigado, que seguramente perteneció a ella misma en épocas de mayor bonanza económica, en su carácter de heredera de una de las familias más acomodadas de Córdoba. Para el pequeño Antonio, ir con guantes de mujer, era una verdadera vergüenza, ya que sus compañeros de colegio, con la crueldad que caracteriza a los niños le repetirían permanentemente en tono de burla: “¡Guante mujer, ¡Dios es amor, evangelista, predicador!!!”. ¿Aquellos niños, al igual que los transeúntes que miraban con recelo el edificio portador del cartel “Dios es Amor” nunca sabrían cuánto influirían en la obra del futuro arquitecto, ahora un niño estupefacto que ingenuamente se preguntaba “Por qué no hacer edificios transparentes para que todo el mundo pueda ver lo que ocurre dentro?”. ¿Por qué ocultar al transeúnte el culto celebrado en el interior del edificio? ¿Por qué no construir iglesias transparentes que permitan aun a aquellos renuentes a entrar a ver la celebración del culto y la alegre comunión de quienes allí participan desde la calle? También volvería a preguntarse muchas veces por que los edificios no reflejan mejor las inquietudes humanas más elementales, tales como la curiosidad, la incertidumbre, las ansias de elevarse sobre la tierra, cuando son precisamente esas inquietudes la esencia del ser humano. Y la arquitectura, como reflejo de esa esencia, en la medida en que pierda esos rasgos de humanidad, también se extravía de su misión primordial de puente entre lo natural y el universo espiritual del hombre.

Argentina antes de 1930 era un país que había progresado mucho en poco tiempo. Asombraba al mundo con lo avanzado de sus infraestructuras y su economía en expansión que le había valido el mote de “granero del mundo”. Inmigrantes de todo el mundo llegaban al país buscando un futuro mejor, algunos y “hacerse la América”, otros. La primera guerra mundial había cubierto de horror a los países europeos convenciendo a sus hijos sobre la necesidad de buscar nuevos horizontes. Así, la adolescencia de Antonio estuvo rodeada de compañeros inmigrantes, quienes hablando español a “media lengua”, traían nuevas ideas, expectativas, técnicas y valores. Ellos serían de gran influencia en el desarrollo de su concepción ecléctica de la arquitectura.

Pero habría un factor adicional que influyo decididamente en su vocación para estudiar arquitectura: Un sueño. Si, aunque fantasioso que parezca, fue un sueño el que lo llevo a elegir la profesión de arquitecto como medio de vida, más allá de todas las incertidumbres que surgían en torno a sus posibilidades reales de vivir de dicha profesión, especialmente no perteneciendo a las clases sociales acomodadas. Pero dicho sueño contendría significados convincentes para tomar el riesgo. El sueño ocurría de noche. Él se encontraba al pie de un monte muy grande, en forma de un enorme cono truncado, cubierto de una tupida gramilla verde que brillaba por el rocío nocturno, haciendo difícil llegar hasta la cúspide. Sin embargo, a pesar de lo resbaladizo y con mucha paciencia y curiosidad, finalmente llego hasta la cúspide, donde lo esperaba una gran sorpresa que despertaría su admiración. Se, encontraba de pronto mirando desde arriba del monte, un enorme anfiteatro colmado de hombres y mujeres sobre un muro bajo de piedras que sostenía un pasamanos de bronce, muy brillante, que, protegía el vacío donde se hallaban sentados muchos músicos, sosteniendo entre sus brazos, todo tipo de instrumentos musicales. Estaban en respetuoso silencio, mientras un caballero enfundado en su negro esmoquin, puesto de pie en medio de ellos, contemplaba vagando con sus ojos de un lado a otro como pasando lista a un ejército de músicos. Luego, ascendiendo a su pupitre, y levantando ambos brazos, previo a fijar su mirada comenzó un concierto en el que, blandiendo su batuta fina, muy blanca y delgada, parecía hacer descender del cielo una bendición de sonidos indescriptibles sobre la tierra. Antonio estaba como petrificado escuchando aquella sinfonía que jamás había escuchado, sus habitantes constituía un legado inolvidable. Así pues, aquel sueño marcaría para siempre su vocación, y a través de ella, su misión en la vida.

Siendo todavía un adolescente con un sueño muy preciso, Antonio había decidido que estudiaría arquitectura. Era una decisión difícil pues tendría que estudiar y trabajar al mismo tiempo, lo cual es el esfuerzo que los jóvenes provenientes de familias no acomodadas sufren hasta hoy. Pero una férrea vocación lo acompañaba. Un deseo profundo de construir lo inmaterial, de comunicar un mensaje liberador, una buena nueva universal: el surgimiento de una humanidad, más sabia y sensible al dolor de la guerra. Su juventud, alegre, rodeado de sus hermanas y amigos, profundizarían esa vocación, combinando ciencia y arte para servir, inspirado en Dios, el supremo arquitecto.

Este sentimiento de querer imitar a Dios en su sabiduría, estética y trascendencia es central en su obra. Desde muy joven y ya en la madurez, siempre concebiría la obra humana como un reflejo de la divina. “Un cedro que crece en la ladera de una montaña asombrosamente siempre será vertical”, les diría apasionado a sus alumnos de construcciones, “enseñándonos la perfección de la creación y sus leyes, a la cual todo constructor debe entender, respetar y emular”. Alguna vez compararía la ruidosa bomba impulsora de hormigón para llenar losas en los pisos de un edificio en altura con el silencioso tronco del cedro que, a pesar ambos de alcanzar alturas similares impulsando hormigón fresco, uno y savia hasta la última hoja en su copa, sus bombas nunca generan estruendo y son de una estética exquisita comparada al ensordecedor y tosco aparato para bombear hormigón. “Asimismo, las ramas del poderoso ombú, extendiéndose cinco o diez metros en horizontal, enseña a cualquier arquitecto la sabiduría del diseño de voladizos”, recurso arquitectónico que utilizaría con frecuencia en sus obras, asombrando al espectador con la fuerza expresiva de sus obras. La verticalidad del cedro en una ladera o la horizontalidad del ombú en la pampa están siempre aludidas en sus conversaciones, para explicar la sabiduría en la adaptación a la geografía, de las cuales la arquitectura parece emerger como parte de la misma.

Muchos gestos en su obra reflejarían esta búsqueda materializándose en recursos que pueden reconocerse desde muy temprano. Las transparencias, a la que ya aludiéramos, fruto de su pasión por hacer explicita la función de sus edificios y desentrañar su sentido más trascendente, la atectonicidad de los volúmenes que parecen desafiar las reglas de la física, haciendo volar vigas sin sostén en grandes longitudes, son sin duda fruto de la época en que se formara profesionalmente.

Los principios rectores de su arquitectura pueden reconocerse relacionados profundamente con su vida, aún antes de estudiar arquitectura. Su pasión por las transparencias, descubrir y admirar las leyes del universo y la materialización de ideas y esperanzas serían el motor de un trabajo intenso de diseño y construcción materializado en múltiples edificios de todo tipo, erigidos a lo largo y lo ancho de la república argentina durante más de medio siglo.

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